Francesc Roca – LA CALAVERA DE YORICK Y EL NEURO-ENTUSIASMO

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“…y la amistosa afinidad de lo individual con la que eso individual no hace sino sugerir un concepto no es sino una pueril amistad, que se queda en niñería, cuando pretende tener algún valor en sí o se supone que lo tiene”G.W.E. Hegel: Fenomenología del espíritu (p. 405)1

Lacan, en el “Breve discurso en la ORTF” afirma que “el pensamiento ya no puede ser el sujeto, en el sentido que nos ha legado la filosofía.”2 En la frase se puede apreciar una alusión a la diferencia que Descartes establece entre la “res cogitans” (yo pienso) y la “res extensa” (todo aquello sobre lo que yo pueda conocer, mi cuerpo incluido), diferencia que queda sustancialmente abolida en esta reformulación del campo del saber que supone el añadido prácticamente indiscriminado del prefijo “neuro-” a cualquier formulación anterior de los saberes que tratan de dar respuestas aunque sea de forma parcial a todo aquello que abarca la pregunta ¿qué es el hombre? ya que para estos “neuro-saberes” la propia “res cogitans” quedaría incluida, incorporada o reducida –dígase como se quiera- a la parte de la “res extensa” que es mi cerebro. Con ello el sujeto, la “res cogitans”, además de que tras esta reducción ya no podrá hablar de sí en primera persona, sino que tendrá que aceptar que se hable de ella en tercera persona, de ser el vecino que habita su cuerpo, como dice Descartes, ha pasado a ser una suerte de okupa incómodo del que, como veremos, se aspira a prescindir.

Mi interés aquí es señalar que dicho debate sobre esta posibilidad de reducir el individuo a su cerebro, que nos parece muy actual, tiene un antecedente de hace más de 200 años, en concreto en el capítulo 5A de la Fenomenología del espíritu (1807). Cierto es que Hegel sólo tuvo acceso a una teoría del funcionamiento del cerebro a través de un método tan rudimentario, similar al conocimiento que puedan proporcionar la astrología o la quiromancia dirá en una ocasión, como es la frenología de Gall y Spurzheim quienes, recuerdo, inferían la localización de las funciones cerebrales y la relación entre ellas a partir de las protuberancias y depresiones de la bóveda craneal. Se trataba, por tanto, de un primer intento de descomponer la unidad cerebral en partes con funcionamiento especializado conectadas entre sí para formar un todo complejo.

Me parecería superfluo entrar en una falsa disputa sobre la mayor exactitud de las observaciones actuales respecto de aquel método ancestral, como también me parece innecesario entrar en el debate sobre si estas observaciones son “científicas” y aquellas eran simplemente especulativas. En cambio, sí que me parece procedente el que nos detengamos en el razonamiento de Hegel respecto de lo que podrían aportar estas observaciones, o aquellas especulaciones, sobre qué puede aportar la observación del funcionamiento del cerebro respecto de la posibilidad de que esta observación dé cuenta de la localización en un órgano concreto, en este caso el cerebro, del espíritu de un individuo, o por decirlo de un modo que nos resulte más próximo, de la localización en el cerebro de la condición de sujeto de un individuo en concreto y, por extensión, de todos los individuos al hacer equivalente la complejidad de este sujeto a la complejidad del cerebro cuya estructura anatómica se repetiría sustancialmente de un individuo a otro como la de cualquier otro órgano del cuerpo.

Para seguir la elaboración de Hegel en esta primera parte del capítulo 5 de la Fenomenología del espíritu sobre la “razón observadora” me remitiré de entrada y de una manera necesariamente breve a los antecedentes de dicho capítulo. En los tres primeros capítulos de la obra, hará un recorrido por los elementos del conocimiento que Kant desarrolla en su Crítica de la razón pura, pasando así del conocimiento del objeto como opinión (Meynen), como un suponer o como un querer decir sobre el objeto, (capítulo 1) al conocimiento del objeto a través de conceptos abstractos, formulados por la razón más allá de la experiencia sensible, lo que permite formular las leyes que dichos conceptos enuncian y que, en tanto leyes de la naturaleza, se repiten en todos los objetos, pasando por tanto de la singularidad de un objeto a la universalidad del “para todo objeto…” en el que esta ley se cumple (capítulo 3).

El capítulo 4 aparentemente es un salto en esta progresión, salto que aparece cuando la conciencia en tanto que res cogitans se toma a sí misma como objeto del conocimiento, es decir, como el “en sí” de la razón, lo que la razón es, y como “para sí”, como objeto (res) de conocimiento para esta razón. Este capítulo empieza con la conocida dialéctica del Amo, para quien su prestigio, lo más íntimo de sí, no le es propio, sino que le viene dado por el reconocimiento por parte del rival, y del Esclavo, para quien su prestigio tampoco le es propio ya que le viene del reconocimiento por parte de otros de su saber hacer con el objeto. Es decir, que para ambos, Amo y Esclavo, para la conciencia misma, lo que le es más íntimo, aquello que considera que ella es, no es sino alteridad de ella misma, no es sino lo otro de sí. Por esto Hegel llamará a esta conciencia “conciencia desgraciada” ya que encontrará lo más íntimo de sí como siendo a la vez objeto para su conocimiento, encontrándolo por tanto en posición de alteridad.

Dicho de otro modo, para esta “conciencia desgraciada” la razón es la certeza de la conciencia de ser “toda realidad” (p. 339), y por tanto el Yo se le presenta como categoría, como entidad en la que Ser y Ente coinciden sin por ello anularse el uno al otro. Por ello, la razón renunciará a esta inmediatez, que se le presenta como verdad tautológica, para poder elaborar el concepto de que sea ella misma como Ser a partir de su condición de Ente, a partir de su condición de Ser que ex-siste, que tiene la cualidad de la ex-sistencia. 

Como consecuencia, la conciencia observa la naturaleza para poder encontrarse a sí misma como objeto de su conocimiento, para buscar la razón en el lugar de las cosas, como contrapuesta al Yo (p. 349-350). Este será el movimiento de la “conciencia desgraciada” para salirse de su división subjetiva, es decir, el movimiento de convertirse en una “conciencia observadora”, en una conciencia a la búsqueda de su propio concepto, de su propia abstracción, de su “yo soy esto”, para lo cual ha de prescindir de su pensamiento para poder declarar a la observación y a la experiencia como fuentes de toda verdad (p. 351). Recordemos aquí la afirmación de Lacan de que, para la ciencia, “el sujeto está en exclusión interna de su objeto”3.

En este viaje, la razón, devenida “conciencia observadora”, dará primero con las leyes físicas y químicas que rigen tanto la materia inorgánica como la materia orgánica, entendida esta última como organismo, si bien entre ambas descubre una diferencia esencial, la finalidad (telos) de lo orgánico de conservarse a sí mismo y de reproducirse, es decir, que lo orgánico se le aparece como cosa existente en la que inferirá que lo exterior, la cosa existente, queda relacionada con ese telos del organismo al que entenderá como su “alma simple”, relación a la que dará valor de ley, de universal, sin que este universal agote la cualidad de cosa (Ding) que tiene este objeto de la observación (p. 376), es decir, sin que el concepto que la conciencia hace de lo orgánico llegue a recubrir su carácter de objeto particular, por lo que lo universal de este Uno que es el objeto se le quedará sólo como número, como representación de la libertad y la indiferencia que hay entre lo universal y lo particular (p. 400).

Dicho de otro modo, la “conciencia observadora”, nuestra razón científica, estará siempre en conflicto en su inferencia de lo universal, lo científico de la observación, a partir de lo particular sin que, además, ninguna de las dos cualidades, universal y particular, alcancen a dar cuenta de la conciencia individual, que vive en su mundo en cuanto este mundo es el suyo (p. 411-413).

Por ello, dirá Hegel que las leyes de la ciencia, respecto de lo particular, sólo son un vacío suponer, una opinión (Meynen) (p. 426), la cual no encuentra ninguna ley que regule la relación entre la conciencia de sí y la realidad como suya ya que esta ley siempre quedará como término medio entre el hacer, entendido como capacidad de lo orgánico, y el acto como genuina expresión de lo individual (p. 419-421) sin alcanzar nunca a dar cuenta de uno de los dos extremos a partir de la representación del otro.

Por ello, concluye, la observación del Sistema Nervioso Central como soporte concreto de lo orgánico de la conciencia de sí, de la res cogitans cartesiana, no es sino observación de un cadáver, de un ser carente de vida ya que este Sistema Nervioso Central no es presencia de la conciencia de sí (p. 432). No es, por tanto, más que una “mísera representación del espíritu”, lo que le llevará a firmar que “por más que lo mísero de la representación del espíritu facilite mucho las cosas por ambos lados (lo que el espíritu es y lo que se aparece de ese espíritu en su representación, lo particular del espíritu y lo universal de su representación), para la observación queda la contingencia de la relación de ambos lados” (sic, p. 440).

Por tanto, vemos que la “conciencia observadora”, nuestra razón científica, en ese su salir a buscar lo más genuino de sí, su concepto como conciencia, en la observación de la naturaleza no alcanza más que a elaborar representaciones de sí, magníficas representaciones si se quiere, pero que no son su “en-sí”, no son su concepto, con lo que la realidad en la que pretende darse alcance se le queda reducida a un “caput mortum”, a un objeto de la observación carente de espíritu (p. 451).

Acabaré este breve recorrido citando in extenso al propio Hegel al final de sus consideraciones sobre la observación del cerebro: “Lo profundo que el espíritu saca de sí pero que él sólo empuja hasta su conciencia representativa y lo deja estar en ella, y la insipiencia de esa conciencia acerca de qué es aquello que ella dice, representan una conexión entre lo alto y lo bajo que es la misma que la que en el ser vivo la naturaleza expresa ingenuamente en la conexión del órgano de su suprema consumación, el órgano de la generación, y el órgano del mear” (sic., pág: 453), se queda, dice Hegel, en el mear, en la observación del funcionamiento del órgano fallando en su pretensión de saber que es ella misma.

Demos ahora un salto en el tiempo para ir, siquiera brevemente, a la reformulación sobre la relación entre espíritu, sujeto para nosotros, y el órgano en el que se asienta su funcionamiento.

Este idealismo, del que Hegel será su genuino representante, tiene su ocaso a principios del siglo XX con la pretensión de la filosofía de establecer un discurso científico sobre sí misma a partir de los trabajos de Russell, Frege, Wittgenstein o el Circulo de Viena formulándose a sí misma como filosofía analítica cuyo centro de interés se trasladará de la metafísica, de la que aspira a prescindir al considerarla mera especulación, a la lógica y al lenguaje corriente sometido a la lupa de la lingüística y de la lógica matemática en la formulación de sus postulados.

Para abreviar mi exposición no me detendré en esta filosofía analítica, devenida actualmente “neuro-filosofía”, y me limitaré a preguntar, a partir de esta pretensión de reducirlo todo a un discurso “científico”, ¿dónde estamos actualmente, especialmente tras la llamada “década del cerebro” (1990-2000) en el intento de responder a esta pregunta que formulaba al principio de qué es ser un ser humano, en tanto que ser hablante, capaz, por tanto, de razón y de actos? Es decir, ¿dónde está ahora aquella “conciencia observadora” de la que hablaba Hegel en su pretensión de elaborar un concepto de sí a partir de la observación de la naturaleza?

Para esbozar una respuesta a esta pregunta traeré una cita de la Prof. Adela Cortina extraída de su libro Neuroética y neuropolítica. Sugerencias para una educación moral 4en la que, a mi entender, se sitúa bien el problema que plantea esta proliferación de “neuro-saberes”, es decir, de todos aquellos saberes que ahora incluyen el prefijo “neuro-” en su nominación como la “neuro-ética” la “neuro-política”, la “neuro-psicología”, etc., pero también el “neuro-derecho”, la “neuro-teología”, la “neuro-educación” o el “neuro-márketing”, por citar algunos: “Evidentemente, con estas cuestiones entramos de lleno en claves esenciales del mundo humano, que no sólo exigen tener en cuenta los principios éticos de no dañar y sí beneficiar, sino que van a la línea de flotación de nuestra manera de comprendernos como seres humanos y abren un sinfín de preguntas: ¿en qué consiste la identidad de una persona?; ¿puede hablarse de un ‘neuroesencialismo’ porque ‘nuestros cerebros definen quienes somos mejor que nuestros genes, investigando el cerebro investigamos el yo’ (cf. A.L. Roskies: ‘Neuroethics for the new millenium’, Neuron, nº 35, pág.: 21); o por el contrario, el cerebro es un centro esencial de nuestra vida personal pero no se confunde con la mente o con la persona, porque el cerebro es el asiento de la mente, pero no se identifica con la mente?”5. En esta cita vemos cómo aquella división que Hegel establecía entre lo Individual y lo Universal, pese a todos los intentos de anularla, persiste.

Es a partir de aquella división que vemos plantearse en esta cita una suerte de partición de aguas, de separación, entre dos maneras de proponer la cuestión de la relación mente/cerebro: una, monista con más o menos matizaciones en su desarrollo, que aspira a reducir esta suerte de epifenómeno que para ella es la mente a su sustrato anatómico, el cerebro, y así prescindir de ella; otra, dualista, que es la que defenderá la Prof. Cortina, en la que, reconociendo la evidencia de este sustrato anatómico como condición necesaria –el cerebro existe y, efectivamente, es el sustrato anatómico del que depende esta función superior que es la mente-, se afirma que no es condición suficiente para dar cuenta de la totalidad de dicha función superior.

Para mejor situar este, de momento, último intento de reducir lo Individual a un caso en el que lo Universal del “para todos” se repite, vayamos un momento a la historia, al inicio de este fenómeno “neuro-”. Primera constatación, esta proliferación del prefijo “neuro-” como reformulación de saberes anteriores no empieza en la llamada “década del cerebro”, década en la que, por cierto, “neurociencia” se escribió siempre en singular, sino que, al menos en lo que a fechas se refiere, podemos situarla como consecuencia de una fascinación surgida de los avances en el estudio del funcionamiento del cerebro producidos en esta década.

Así, según la Prof. Cortina (vid. Págs. 25 y sigs. del mencionado libro), podemos situar esta especie de partición de aguas que parece separar a los “neuro-entusiastas” (monistas más o menos acérrimos o más o menos matizados) de los que podríamos llamar “neuro-escépticos” o incluso “neuro-renuentes”, esta partición de aguas, digo, comienza en un congreso celebrado los días 13 y 14 de mayo de 2002 en San Francisco (USA) bajo el título “Neuroética: esbozando un mapa del terreno”.

Este término “neuroética” ya había sido acuñado por Patricia Churchland en 1991, al principio por tanto de la década del cerebro, pero con la pretensión de referirse a las cuestiones éticas que podría plantear este estudio en profundidad del cerebro con un horizonte claro: poner límites a la posible invasión de la intimidad de los sujetos con estas técnicas que empezaban a conocerse y a ponerse en práctica.

En este congreso, en cambio, el término fue colocado del otro lado de la partición que hemos planteado ya que su pretensión no era la de poner límites a la exploración del cerebro sino la de sentar unas supuestas bases neurológicas del comportamiento humano, es decir, la de dar por establecida una “naturalización” de la conducta humana independientemente de toda consideración de dicha conducta a partir de los postulados de la ética tradicional. En consecuencia, para esta naturalización, para este nuevo saber elaborado por la “conciencia observadora” el libre albedrío quedaría reducido a un conjunto de redes neuronales identificables y universalizables que, por tanto, se repetirían de un individuo a otro.

Por tanto, y para acotar el terreno, el problema se situaría no tanto en el ámbito que abarcaría el término “neurociencia”, que como he dicho siempre fue usado en singular, por ejemplo por Erik Kandel, a quien se considera como uno de los padres de esta disciplina, en libros como  Neurociencia y conducta (1996) o Principios de neurociencia (2001), sino en la voluntad de este nuevo saber, la “neuro-ética”, de reducir el comportamiento humano a su sustrato anatómico, lo cual justificaría el plural añadido a esta “neurociencia” al tratar de abarcar todas las facetas de dicho comportamiento.

Contrasta este entusiasmo con la actitud de los científicos genetistas reunidos en 1975 en Asilomar (USA) alrededor de las cuestiones sobre el ADN replicante ya que éstos, si bien igual de entusiasmados por las posibilidades de esta nueva genética, decidieron prudentemente concederse una moratoria ante el alcance del panorama que se abría delante de ellos. Los congresistas de San Francisco, en cambio, optaron de manera resuelta por dejarse llevar por el entusiasmo, lo que de algún modo los colocaba en esa suerte de post-humanismo propuesto por Francis Fukuyama en su libro El fin de la historia y el último hombre 6 al que, para situarnos, citaré in extenso: “hoy todo el mundo habla de la dignidad humana, pero no hay consenso acerca de por qué el hombre la posee. Es cierto que unos pocos creen que se debe a que el hombre es capaz de elección moral, pero la tendencia general de la ciencia natural moderna y de la filosofía, desde los tiempos de Kant y Hegel, ha consistido en negar la posibilidad de las decisiones morales autónomas y en comprender la conducta humana en términos de impulsos subhumanos y subracionales. Lo que a Kant le parecía una elección libre y racional, Marx lo veía como producto de las fuerzas económicas, y Freud lo vio como impulsos sexuales profundamente ocultos. Según Darwin, el hombre evolucionó literalmente partiendo de lo subhumano, y mucho de lo que es puede comprenderse en términos de biología y bioquímica. Las ciencias sociales, en nuestro siglo, nos han dicho que el hombre es producto del condicionamiento social y ambiental, y que la conducta humana, como la animal, funciona de acuerdo con ciertas leyes deterministas. Los estudios de la conducta animal indican que ellos también pueden librar combates por el prestigio y quién sabe si no experimentan orgullo o sienten deseo de reconocimiento. El hombre moderno ve que existe una continuidad desde el ‘lodo viviente’, como decía Nietzsche, hasta llegar a él mismo; es diferente cuantitativamente, pero no cualitativamente, de la vida animal de la que procede. El hombre autónomo, capaz de seguir racionalmente las leyes que ha creado para sí mismo, ha quedado reducido a un mito que se autofelicita”7.

Para seguir con el razonamiento, prestemos especial atención al comentario sobre Darwin que contiene la cita, ahora veremos por qué. De momento, volvamos a nuestros “neuro-entusiastas”.

A medida que se ha ido progresando en estos “descubrimientos”, una de las preguntas que se imponía era la de que, si todo puede ser reducido al sustrato anatómico cerebral, cuál era el origen de las bases de la conciencia moral que habitualmente se pretende situar más allá de todo razonamiento, es decir, a nivel de expresiones puramente afectivas como “me gusta/me disgusta”, “no me parece bien” o el más genérico e impersonal “eso está mal/está bien”.

La respuesta sobre la que descansan los argumentos dados por la “neuro-ética” es de corte darwinista en el sentido de que estos criterios morales limitativos se habrían grabado en el cerebro de la especie a lo largo de los miles de años de evolución desde que los homínidos alcanzaron el lenguaje como modo de relación social y también como expresión del instinto de protección y supervivencia del grupo desde el momento en el que estas normas que ahora llamamos morales ponían límites a esta relación social para que fuera posible y perdurara.

Por tanto, para esta perspectiva monista, el comportamiento moral, equivalente para ellos a la ética, se fundamentaría más allá de la educación, con todo el alcance que ésta tiene para nosotros de poner límite a las pulsiones, en una suerte de a priori, similar en su consideración a la que hace Kant del espacio y el tiempo en la Crítica de la Razón Pura es decir como algo sabido por intuición previa a cualquier demostración, que estaría ya “impreso” en circuitos neuronales como fruto de estos siglos de evolución y de la necesidad de supervivencia de la especie.

Esta “impresión” de los modelos de conducta morales se ha pretendido demostrar mediante la formulación de situaciones más o menos reprobables y preguntando a los entrevistados por su parecer. Pero, a medida que estos entrevistados iban formulando respuestas los entrevistadores iban desmontando los argumentos hasta llegar a un “no lo sé, pero me parece mal”, que evidentemente era la respuesta desprovista de argumentación que se esperaba encontrar.

Otro aspecto de esta vida relacional sería, por ejemplo, las llamadas “neuronas espejo” descritas por Gazzaniga en 2006 que serían las encargadas de captar y empatizar o no con la conducta de los otros para dar una respuesta a dicha conducta.

La lista de consideraciones de este tipo empieza a ser larga y para no aburrir no me detendré en ninguna más de ellas. En su lugar, y para finalizar, me formularé una última pregunta: ¿qué valor dar a este pretendido nuevo paradigma, a estas afirmaciones con pretensión de explicación y argumento, de concepto podemos decir?

Si nos vamos al modelo de las ciencias exactas, a la matemática y a la física, tal como son expuestas estas afirmaciones por sus “neuro-entusiastas”, habría que darles un valor si no de ley –todavía no encuentran una relación constante e inmutable entre ellas que pudiera expresarse en forma de relación matemática, aunque aspiran a ello- sí se pretende que tenga al menos valor de teorema, es decir, de enunciado de una propiedad que, a partir de datos empíricos, se demuestra por razonamiento lógico, en este caso fundado en la frecuencia de confirmación de estos datos, es decir, en una “normalidad” estadística articulada sobre la idea de especificidad de cada una de las zonas del cerebro que intervienen en cada una de las circunstancias que se puedan considerar.

El problema, a mi modo de ver, está en este “razonamiento lógico” cuya inconsistencia, es mi opinión, reduciría estos pretendidos teoremas al valor de dogmas, es decir de afirmaciones necesarias para sostener el armazón de estos saberes en los que, por tanto, habría que creer y considerarlos como verdades más allá de la simple constatación sensible y la inferencia del resto. Esto me lleva a mi conclusión de que estos saberes, al menos de momento y, si tenemos en cuenta al inconsciente como portador de una singularidad irreductible, entiendo que para siempre estarían sustentados en esta nueva fe, en un creer que de la constancia estadística se deriva una verdad sobre qué significa ser y comportarse como humano, sobre cuál es la relación de cada Ente con su Ser si hemos de volver a los términos de Hegel.

No me extenderé más, aunque finalizaré con una advertencia: el panorama que apenas he esbozado ha venido para quedarse, afirmación que hago basándome en una intuición que, a su vez, se sustenta sobre indicios sutiles de la repercusión cotidiana de estos saberes y que podría formular como que cada vez más se pretende que la ética de un sujeto, en el sentido en que entendemos este concepto de ética que excede al de moral, no sea patrimonio de dicho sujeto sino que quede expuesta a las injerencias sobre ella que se consideren productivas, entendiendo este “productivas” en términos de valor de mercado. Véase, por ejemplo, cómo la publicidad cada vez más anuncia los productos no a partir de consideraciones sobre su bondad como tales (eficacia, rendimiento, durabilidad, adecuación a la necesidad, etc.) sino a partir de los afectos que se afirma producirá su posesión. 

La cosa no queda ahí y otros aspectos de la convivencia como la política, ahora “neuro-política”, también aspiran, si no lo hacen ya, a beber de la misma fuente.

Mis disculpas por un final tan aciago.

Francesc Roca, enero-abril 2019

(1) Todas las referencias a la Fenomenología del espíritu, que aparecerán en el texto entre paréntesis, están tomadas de la traducción del Prof. M. Jiménez, editada por Ed. Pre-Textos, Valencia, 1ª edición, 2006.

(2) Cf. Otros Escritos, Ed. Paidós, Buenos Aires 2001, pág.:240.

(3) Cf. J. Lacan: “La ciencia y la verdad”. In Escritos, Ed. Siglo XXI, 19ª edición, México 1997, p. 840.

(4) Ed. Tecnos, Madrid, 2011.

(5)  Cf, op. cit., pág.: 35.

(6) Ed. Planeta, Barcelona, 1992.

(7) Cf, op. cit., págs.: 338-339.

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